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Carrera contra el tiempo

Carrera contra el tiempo

Aparentemente en forma inexplicable todo se acelera: los tiempos del hombre acuciado por la tecnología que lo domina, los tiempos políticos de un poder económico que opera de tsunami sobre los pueblos, los tiempos de la tierra en su menguante fertilidad. Todo se acelera y no se sabe bien porqué, hacia dónde va la premura por alcanzar lo inalcanzable, por llenar de conquistas materiales un barril sin fondo, por completar un paraíso virtual que sustituya esquizofrénicamente al paraíso natural. Nadie sabe a estas alturas dónde está parado, con quién contar a la hora de tejer solidaridades organizadas y recuperar revolucionarias culturas colectivas.

El apuro no nos deja leer, ni meditar bajo las estrellas, ni darnos cuenta siquiera de que hay constelaciones que nos contemplan con sus temblores universales. Vamos a los sonidos con el frenesí de la hora loca, el aturdimiento, el ritmo de marcha narcótica. Luces, humos, coros banales, saltos de la tribu sin otro propósito que la adhesión sumisa al patrón de la moda.

Ya no estamos en la cueva, tampoco a la intemperie, el sentido de la orientación captados por el GPS del último celular, ya no sabemos merecer un fuego; nunca tan desguarnecidos, ni tan ajenos del tiempo contra el cual corremos.

Aparentemente la aceleración es imparable y estamos llenos de lo inútil y lo intrascendente, abarrotados de tráficos y fábricas, y humanidades amontonadas y perdidas en las grandes ciudades donde la existencia tiene la misma volatilidad que el ser de un insecto, y no me refiero sólo al hecho de la encarnación y la descorporización, sino a la futilidad de lo diario, a los días con millones desconectados entre sí, a la pérdida del sentido de las voces: “prójimo”, “hermano”, “congénere”, “uno mismo con otro cuero”, “compatriota”, “compinche”, etc.

En esta premura de correr contra el tiempo se nos va la vida, se consumen todas las energías de reserva, se bebe la cicuta de la “modernidad” atorada por la ambición de la nada, otra forma de la ignorancia que domina la tragedia y la tan cercana e imposible felicidad.

Si aprendemos a detenernos, a tomar los instrumentos desde la ponderación del silencio, y desde allí comenzar delicadamente la música, viviendo cada nota de la vida que se nos presenta y a la que vamos, la que nos toca y a la que accedemos, la que imaginamos y ganamos parte a parte, sin salirnos demasiado del marco de nuestras condiciones de sujetos vivos por un instante, desnudos al principio y al final, con la conciencia de la fugacidad del acto donde actuamos y el servicio que prestamos para el sostenimiento general de la obra. Si logramos reconciliarnos con la inteligencia natural que nos espera después de la barbarie capitalista, estaremos prestos para unirnos amorosamente a la gran corriente mancomunada del tiempo.

Quizás recién ahí podremos comprender la dimensión profundamente humana, con su rasgo más distintivo de la piedad hacia toda criatura que nos legó como una contribución insoslayable la obra de nuestros poetas Juan L. Ortiz, Marcelino M. Román, José Eduardo Seri, Fermín Chávez, Gaspar Benavento, entre tantos que, adelantados, sintieron y sufrieron en cuerpo y alma las ofensas infligidas a la madre tierra y nuestros prójimos marginados y explotados y restituyéndonos la conciencia campesina que nos sitúa en el conocimiento empírico y la sabiduría emanada de sencilla observación. Los poetas nos enseñan a recuperar en alto grado a nuestro niño olvidado.

Por Ricardo Maldonado

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